Diferentes analistas nos ayudan a visualizar el mundo en crisis desde el agotamiento de la economía del rendimiento material, la incertidumbre de las democracias, los populismos, los desequilibrios sociales, la irrupción tecnológica, la dificultad para integrar al distinto o al inmigrante, las pulsiones identitarias,… La humanidad percibe ese desasosiego en su historia desde siempre, con épocas de mayor o menor percepción de la ansiedad que todo esto produce. En nuestra situación con esta pandemia global del coronavirus, acelerada en muy pocos días, vivimos unos momentos de descoloque. Un virus trastorna nuestra vida. Cambia itinerarios seguros, modifica comportamientos, nos recluye en casa o nos impide viajar. E. Fromm hablaba del “miedo a la libertad” como causa del auge del totalitarismo. Ahora podemos hablar de “miedo a la incomodidad” de romper nuestras rutinas por un bien comunitario y universal mayor que se traduce en tantas respuestas defensivas que observamos alrededor. Ojalá que todo este momento nos lleve a una mayor solidaridad.
La cuaresma es tiempo de conversión personal y comunitaria que pide una profundización en el sentido de nuestra vida. El Papa en el mensaje de marzo de este año nos dice: “El hecho de que el Señor nos ofrezca una vez más un tiempo favorable para nuestra conversión nunca debemos darlo por supuesto. Esta nueva oportunidad debería suscitar en nosotros un sentido de reconocimiento y sacudir nuestra modorra”. La modorra que aprisiona se basa en la sensación de seguridad, de vivir en nuestro reducto territorial o ideológico, de no movernos por un bien común más alto y necesario que nos haga girar a posturas más humanas. Es una insensibilidad que nos hace vivir confortables, cómodos y seguros, pero girando sobre nosotros mismos.
En esta invitación a afrontar la disrupción vírica desde la conversión, no podemos menos que buscar sentido nuevo a todo lo que vivimos con las personas que nos rodean. Salir de la serenidad: afrontar los retos de una humanidad unida por una naturaleza común que, a la vez, nos hace frágiles a todos. Desengancharse de la seguridad individual: abandonar el centramiento en el ego para poder acercarse de corazón a otras personas, ahora desde la distancia telemática. Despedirse de la comodidad: saber que juntos podemos caminar en una dirección u otra, que “juntos” es la única manera de afrontar nuestras crisis, como esta y ojalá en muchas más donde siempre nos jugamos la vida de los más débiles. Con ese sentido vital y curaresmal profundo se pueden retomar las palabras del profeta Miqueas: «ya te he explicado lo que está bien, lo que el Señor desea de ti: que practiques la justicia, que ames entrañablemente, y que camines humildemente con tu Dios.» (Mi 6,8).
Termino animando a que todo lo que vivimos en esta crisis mundial, nos ayude a moldearnos por dentro y por fuera, camino de la Pascua, reconociendo que Dios nos nos deja solos incluso junto a la Cruz. Por eso, nos podemos unir en este salmo para sostenernos y sostener a otros que son más vulnerables: » El Señor es mi luz y mi salvación: ¿a quién temeré? El Señor es el baluarte de mi vida: ¿de quién me asustaré?” (Salmo 27).
Aquí puedes leer la carta (27 de marzo) del P. Provincial: «A toda la Provincia, jesuitas y colaboradores»