Ha habido un tráfago intenso de imágenes y noticias estos días sobre el intento de miles de emigrantes de cruzar la frontera entre Francia y el Reino Unido por el Canal de la mancha. De entre todos ellos me quedo con un grito y tres imágenes.
Las imágenes son la de una capilla católica construida con cuatro palos y unas lonas rematada por una cruz bien visible, un rezo musulmán al aire libre delante de una mezquita improvisada también hecha de lonas, y la estructura sencilla de una escuela creada por un inmigrante nigeriano que lleva meses en la llamada jungla de Calais . En su interior material escolar de todo tipo y la sillas y mesas de diferentes modelos producto de las donación generosa de la gente del pueblo (que también se ofrece a dar clase de idiomas).
El grito que recuerdo es el de hace dos días, en el enfrentamiento con la policía: «Somos personas, no animales».
Basten estos dos simples detalles para darse cuenta que aquello no es un avispero como indignamente lo calificó Cameron, primer ministro del Reino Unido. Por ello recibió la justa crítica del obispo de Dover acusando a los políticos de alto nivel, entre ellos el primer ministro, de olvidar su humanidad y al mismo tiempo advertir a algunos medios de comunicación sobre la utilización de lenguajes tóxicos que crean una gran antipatía hacia los migrantes.
Ni tampoco esos emigrantes son goteras que hay que tapar como les calificó un político español importante.
Son seres humanos a quienes le sostiene la fe en Dios y que incluso en las condiciones más difíciles no quieren perder una de las herramientas humanas que más forjan la identidad de las personas: la cultura. No somos animales, somos personas. La desgracia es que a estos valores, y muchos más que saldrían si hubiera posibilidad de comprender la riqueza que aportan los «otros» que son descartados, la política europea solo responde con la fuerza. Es como si en la mesa de las negociaciones – donde por cierto es vergonzante la asimetría entre los países negociadores de Europa por un lado y de África por otro – unos pusieran encima la fuerza y otros el hambre y sus proyectos vitales.
Los graves acontecimientos de Calais (Nueve inmigrantes han fallecido desde junio intentando pasar el Canal y más de 600 niños -el triple que el año pasado- han hecho por su cuenta la travesía mortal desde que arrancó el año) vuelven a poner sobre la mesa la necesidad de ir más allá de las políticas de seguridad. Lo han dicho los obispos españoles y europeos, lo ha dicho el papa, lo ha dicho Caritas, lo dicen muchas organizaciones imbricadas sobre el terreno: lo primero salvar vidas con el visado humanitario o con la facilidad para la reagrupación familiar como medios iniciales para ello – el reasentamiento reducido que ha aceptado España es vergonzoso -. Después buscar una autoridad internacional que coordine los retos migratorios y se imponga sobre egoísmos nacionales. Y por último abordar en serio una política migratoria que teniendo en cuenta muy mucho el desarrollo en los países de origen para lo que son necesarios recursos numerosos – España está en los mínimos niveles de cooperación en este sentido – y que sean empleados con nobleza (sin fingir que se ayuda al desarrollo con medidas que son simples externalización de fronteras)
Pero no nos engañemos: Calais es solo uno de los puntos calientes de la emigración que la actualidad ha puesto sobre el tapete. Como si de un tren de mercancías se tratara – parecido al de «la Bestia» mejicana que lleva en sus techos miles de emigrantes centroamericanos- miles de emigrantes se van hacinando en trenes, o se van escondiendo en camiones y ferrys por varias rutas europeas. Por ejemplo en Rosenheim, centro de comunicaciones en el triángulo Múnich, Viena e Italia donde el año pasado, se recogieron 12.500 refugiados (africanos, sirios, afganos, eritreos etc) llegados en tren o por carretera camino de Alemania después de atravesar desiertos y cárceles, o que el mar haya jugado con ellos en sus débiles barcas hinchables. O se toparán en Hungría, con una valla de 175 kilómetros en su frontera con Serbia contra la inmigración. ¡Hungría! que tan solo tiene un 1,5% de población extranjera (Kosovo, Siria, Afganistán e Irak etc) en tránsito hacia Alemania y Austria.
O en la frontera hispano marroquí en donde un joven inmigrante marroquí de 27 años murió ayer dentro de una maleta en el interior del coche de su hermano en el ferry de Melilla a Almería. Y cuatro subsaharianos murieron el domingo ahogados cuando trataban de llegar a nado a Ceuta desde Marruecos.
«Ya no tenemos lágrimas para llorar por esas madres que buscan con sus hijos en brazos un futuro mejor. Porque la globalización de la indiferencia nos ha secado las lágrimas». Decía recientemente en TVE D. Ciriaco Benavente, Presidente de la Comisión Episcopal de Migraciones. Quien a continuación pedía «mantener viva la compasión y que el dolor nos movilice a todos para clamar ante los responsables de nuestra sociedad y de Europa medidas eficaces (que a ellos les corresponden). La emigración es una riqueza. Ellos son en España los que están haciendo realidad la ley de la dependencia. Hay que acogerlos como ciudadanos que son del mundo y que tienen derecho a buscar – como nosotros hacemos- un futuro mejor para sus familias»
Y mientras termino estas letras, en el Paso de Calais un grupo de emigrantes se quema las yemas de los dedos con hierro al rojo vivo, para eliminar el rastro de sus huellas dactilares. Así no serán identificados y por lo tanto excluidos por las autoridades europeas.
Y me imagino rezando dentro de la capilla de lona y cartón con una cruz modesta que un grupo de eritreos han colocado en medio del Campo de Calais, mientras unos musulmanes rezan ante su mezquita de lona, y unos hombres y mujeres aprenden francés e inglés en una escuelita casi de cartón. Esas son sus auténticas señas de identidad. Así ya sabrán decir en inglés y en francés: Somos personas, no animales.
P. José Luis Pinilla Martin S.J. , director de la Comisión Episcopal de Migraciones
5 de agosto de 2015