Una de las fronteras más necesitadas de reconciliación humana hoy son las fronteras geográficas y políticas que en determinados lugares del mundo pueden llegar a señalar la diferencia entre la dignidad y la miseria, la garantía de los derechos fundamentales y su conculcación arbitraria, la esperanza y la frustración, la vida y la muerte.
El Padre General Arturo Sosa decía recientemente que «las migraciones interpelan nuestra existencia como cristianos». Cuando cuatro mil personas pierden la vida cada año ahogadas en el mediterráneo dejando atrás guerras y hambre no se requieren grandes disquisiciones para interpretar a qué nos convoca el Dios de las bienaventuranzas. Así lo sintió Pedro Arrupe, cuando, impresionado por la gente que huía de Vietnam en barcos, en 1980 creó el Servicio Jesuita a los Refugiados para acompañar, servir y defender a los desplazados. Arrupe recordaba que, en sus albores, la Compañía de Jesús dio preferencia a las intervenciones materiales en situaciones de catástrofe y concluía que la situación de los refugiados «es un desafío a la Compañía de Jesús que no podemos ignorar si queremos seguir siendo fieles a los criterios fijados por San Ignacio a nuestro celo apostólico y a la llamada de las recientes Congregaciones Generales». Estás palabras siguen plenamente vigentes cuatro décadas más tarde.
Estamos hoy llamados a acompañar y servir a los migrantes en sus tránsitos, compartiendo el pan con ellos, haciendo de sus padecimientos y luchas las nuestras, al tiempo que trabajamos por transformar un sistema que esquilma los recursos naturales de los pobres, refuerza regímenes autoritarios y alimenta conflictos bélicos, para luego cerrar fronteras y ojos ante los millones de personas que llaman a nuestras puertas a consecuencia de todo ello.
La herida sangrante que suponen para la humanidad esas fronteras también se reproduce lejos de las vallas de espino, de los puestos de control de las estaciones marítimas y aeropuertos o de los espacios salvajes en los que las personas se someten a la ley del más fuerte —sean bandas criminales o fuerzas del orden—. La percibimos también en lugares cercanos a la cotidianidad de las sociedades del bienestar: en los centros sanitarios donde el derecho a ser asistido ya no se considera un derecho universal; en torno a los CIE, donde a miles de personas se les priva de libertad como primer paso a la expulsión; en los colegios en los que acceden «unos» y no «otros»; y en el debate público en el que los migrantes son siempre ese «otro» objeto de atención y discusión, y pocas veces sujeto para construir sociedad de manera compartida.
Estamos llamados a la reconciliación, aunque nos digan que esa misión es un «buenismo» que da alas a la xenofobia. Contamos en esta causa con la voz profética de un papa, procedente él mismo de una familia inmigrante, que ha hecho de la defensa de migrantes y refugiados uno de los temas centrales de la voz de la Iglesia. Y lo hacemos en compañía de muchos, muy diversos, que respondiendo a una responsabilidad ética que pesa sobre todos, practican la acogida y la hospitalidad o denuncian las vulneraciones de derechos básicos que se realizan en nombre de nuestra seguridad y bienestar.