Al mirar el pasado 2020, se nos vienen encima palabras desgarradoras: muerte, enfermedad, cambio, ruptura, transición… Hemos experimentado un terremoto vital y cultural con el que afrontamos 2021.
Las preguntas sobre el sentido personal, vital y transcendente han aparecido con más fuerza, pero vividas privadamente, relegadas en los medios y sin conexiones con lecturas culturales o religiosas de diversas tradiciones. Nuestra fe cristiana puede estar presente en medio de ello y necesitamos nuevas habilidades para hacer nuestra expresión creyente más humana y más explícita al contemplar el Nacimiento del Señor, la visita de los Magos y el comienzo de la vida pública de Jesús.
Hemos tratado de celebrar esta Navidad desde una nueva distancia y se nos muestra algo transversal: la vulnerabilidad de Dios se hace patente junto con la nuestra. También el año recién abandonado nos ha llevado a ello. Por supuesto, ya sabíamos que éramos limitados, pero las dinámicas de cada día nos hacían soñar que vivíamos seguros y sin miedos. Esta sensación actual de herida profunda lleva a aflorar conflictos subyacentes en la política, en la polarización social y en la erosión de la democracia, sistema siempre mejorable y, por ello, abierto a rehacerse constantemente.
La situación económica y social afronta un proceso de transformación que perjudicará a los que menos tienen por fragilidad o por marginalidad. Y, si nos pusimos de acuerdo en una economía global con una seguridad por encima de lo esperable antes de 2020, en cambio no fuimos capaces de llegar a un entendimiento para una justicia global con mirada a un futuro sostenible para otras generaciones tanto en lo social, en lo económico como en lo ecológico.
La Navidad cristiana invita a la esperanza y no termina cada 6 de enero. La llegada de Dios se hizo escondida en el tiempo, cuando todo se detiene y parece que no sacamos rendimiento alguno. Ahí nos damos cuenta de que solo el tiempo gratuito es nuestro mejor recurso. La estrella de Belén nos guía una vez más a buscar en la noche y en el silencio, con menos luz y menos ruido.
Ese tiempo de camino hacia lo nuevo se hace arrancándonos de la anterior normalidad para llevarnos un escenario nuevo e inseguro, quizás más resiliente, más creativo y más abierto a cuidar la Tierra entera y a nosotros mismos. También la Navidad nos lleva a vincularnos más, a poner con palabras lo que vivimos desde marzo para aprender a creernos que somos una Humanidad. Por eso, más allá de las vacunas hay una esperanza por construir, por afrontar nuevos caminos, por vincularnos profundamente.
El coronavirus no ha terminado. Al felicitar este nuevo año, ojalá contemos con esta realidad que no controlamos. Nos queda un tiempo por delante de búsqueda y de resistencia para ser comunicadores del mensaje de Jesús, en misión desde la incertidumbre, como tantas veces en la historia humana. Hacer un hueco a Jesús en medio de este cambio tan radical.
Tomando estas palabras del cardenal Martini: “La Iglesia se hace misionera no introduciendo a la fuerza el mensaje evangélico en el corazón del hombre, porque Jesús ya está allí; se ha invitado El mismo a la jornada de cada uno, a la fiesta de la vida, al banquete cotidiano. Jesús está allí como esperanza y como promesa, como germen, como gracia actual. Espera que alguien lo mueva, como hizo María; que alguien le haga sentir presente, le deje sitio”.
Antonio J. España, SJ.